“Últimamente las noches han sido extrañas, por decirlo de algún modo. No sé qué esperar o lo que pueda suceder cuando apague la luz y tenga que cerrar los ojos. Sé que tengo miedo…
Desde que mi hermano abandonó la casa han sucedido cosas muy extrañas… No sé si deba atribuirlo a su partida, pero para mí fue el inicio de todo esto.
He dejado de tener sueños hermosos, hoy se han transformado en una especie de guía, un mural de advertencias, que el pequeño lente de mis ojos, cuando estoy dormida, va revelando cual rompecabezas, mezquinos cuadros que debo interpretar, como señales en el camino, para que no me extravíe y pueda regresar.
Hay quienes pagarían para conocer el futuro, yo quiero que las imágenes se detengan.
Anoche tuve la última y más terrible de mis pesadillas. Y aunque en casa están acostumbrados a mis gritos y se turnan para cuidarme, no he querido volver a dormir.
Si supieran las cosas que yo sé, si sus ojos pudieran ver lo que he visto, las noches serían eternas vigilias, haríamos guardia, turnándonos para descansar, o nos mataríamos juntos.
Pero yo no quiero morir, menos ahora que sé lo que hay después de esta vida.
El camino hacia la luz es accidentado y las tinieblas también proyectan un halo parecido. Yo conozco ambos caminos.
He muerto un par de veces en mis sueños, pero nunca muero de verdad. Sigo viva, errante, extrañando las emociones más nítidas.
Caminar ayuda en momentos de estrés, pero ni eso puedo hacer sola. Me siguen mi madre y su criada…
Si ellos, o alguien, cualquiera, pudiera ver lo que yo veo, no me sentiría tan sola”.
-Aún recuerdo la primera vez que lo vi –comento, sin levantar la vista del dibujo-. Me pareció que apenas sobreasaba el alto de la cama, pero lo que más llamó mi atención fue su gorro –sé que le encantará oír estos detalles.
-¿Se comunicó contigo?, ¿dijo algo? –pregunta ansioso.
-Ellos no hablan con los humanos, aunque tienen voz –yo conservo el tono inalterable.
-Pero se deben comunicar, de alguna forma, ¿no?
-En efecto, lo hacen –quiero fastidiarlo, que se vaya. No necesito su ayuda, ni él puede ayudarme.
-¿Qué dijo? –se reclina en el sillón acomodándose los anteojos. Es evidente su agotamiento.
-No puedo decírselo.
-Debes decírmelo.
-No.
-Es por tu bien. Tienes 16 años, Carolina, no deberías estar aquí encerrada en tu cuarto, deberías estar divirtiéndote con tus amigas, tomando el té en algún sofisticado salón, eligiendo vestidos.
-¿Usted cree que me gusta? –me obliga a mirarlo y lo hago con rabia.
-En cierta medida, si quieres que sea honesto contigo.
-Váyase.
-Lo siento, yo sólo trataba de...
-Quiero que me deje sola.
-No puedo –murmura apretando los dientes, conteniendo la impotencia.
Su cabello cae en hondas sobre su chaqueta; un negro lienzo ondulado donde resaltan algunas canas. Nunca ha venido con delantal y admito que me cae un poco bien.
Entrelaza los dedos y baja la vista. Se ve afectado. Después de varios minutos en los que afino detalles en mi dibujo, se quita los anteojos, saca un pañuelo del bolsillo y borra de su frente el cansancio.
-Se acabó el tiempo, nos veremos otro día.
Se levanta lentamente y camina en dirección a la puerta. No ha vuelto a mirarme a los ojos desde que me pidió disculpas. Creí que se tomaba un respiro, pero que luego intentaría saber más.
-Recuerda dormir con la puerta abierta y la luz encendida –me recuerda antes de salir.
***
En cuanto abandona mi habitación cierro la puerta de golpe, arrugo el papel y lo arrojo por la ventana. La verdad todo esto me tiene harta, quizás salga un minuto al jardín. Necesito cambiar de aire.
***
Lleva dos meses en ese estado y no le da la importancia que tiene. ¡No está enferma, no está loca! –aprieta los puños, cansado, mientras baja a prisa las escaleras-. ¿Qué sabe ella de la vida?, ¿qué sabe de mis años de estudio?
-Hasta luego, Madame.
-¿Cómo está Carolina?, ¿observa usted alguna mejora?
-Necesito un poco más de tiempo.
-¿Más tiempo? –acomoda su larga y espumosa falda, para dar un paso atrás-. Mery –hace una pausa para dirigirse a una empleada-, por favor tráele su abrigo al doctor.
-¡Así es, necesito más tiempo! El estado de Carolina es de cuidado, no sería conveniente dar un diagnóstico apresurado –baja la voz-, los dos sabemos lo que podría suceder.
La señora, muy bien parada frente a él, se lleva las manos a la cintura.
-Doctor, nadie moverá a mi hija de esta casa, sin importar lo que usted diga –lo mira desafiante.
-Sé de sus influencias, Madame, pero estamos hablando de su salud.
-Por lo mismo lo digo. No es un secreto lo que les pasa a quienes son internados en su laboratorio.
-¡No es un laboratorio, es una clínica! –la corrige conteniéndose.
-¿Cuándo vendrá de nuevo? –lo corta, entregándole su sombrero.
-Cuando usted desee. Mañana, pasado, la próxima semana.
-Mañana, pero quiero que me entregue un informe. Por escrito, por favor.
-¿Pone en duda mi profesionalismo? –entrecierra los ojos, dolido en el orgullo, pero sin perder la compostura.
-Sólo le pido lo que cualquier paciente pediría, y mucho menos de lo que espera recibir una madre.
-Madame, ¡necesito tiempo! Una hora por sesión es muy poco. ¿Me entiende usted?
-Todos los doctores que conozco atienen pacientes cada una hora.
-Muy bien, entonces vaya donde uno de esos tantos doctores que usted conoce. Yo llego hasta aquí.
-Doctor, no se vaya.
-Usted me hace todo tan difícil –siempre parece estar tenso, sin embargo, sabe como controlarse-, se opone a mis métodos, me cuestiona, envía a sus sirvientes a espiarme mientras converso con mi paciente.
-Es una niña, Doctor.
-Si tiene miedo de mí, ¿por qué no me acompaña a las sesiones?
-Ella no lo permitiría.
-Entonces, ¿qué hacemos? ¿Me rijo por sus miedos o por los de mi paciente?
-Yo…
-Hasta mañana, Madame.
-Hasta mañana, Doctor. El carruaje lo está esperando.
-Creo que caminaré. No se moleste.
Los miro caminar detrás de mí, deteniéndome un instante en sus ojos, y estoy seguro, una vez más, que les vi temblar en sus cuencas oscuras y esbozar una sonrisa siniestra.
La robusta puerta de madera y acero se cierra detrás de él con un ruido cavernoso. Afuera el aire es frío, pero menos denso. Inspira profundo, se rodea una bufanda al cuello, se pone el sombrero y comienza el largo camino de regreso a casa. Pero antes, recoge un papel arrugado que baila entre las espinas del rosal.
***
Lo observo partir, con el corazón dividido, sabiendo que de todos los que han venido quizás sea el único en quien de verdad pueda confiar. Las lágrimas caen por mis mejillas, en el silencio acostumbrado, mientras la noche estira sus primeros trazos en el firmamento otoñal.
Desde aquí arriba la casa se ve más grande, y más gris.
***
Cree que no lo sé, que ni siquiera me lo imagino. Pues está equivocada. ¡Yo si que he visto Demonios, Duendes, Hadas y también Ángeles! Y no sé cuál de ellos me asusta más.
***
-Tengo que conseguir que hable, no hay otra forma.
En su cabeza las voces gritan, pero cuando habla vuelve a ser el mismo ser hermético que siempre ha sido. Un problema para quien debe coexistir con diversas patologías y a la vez expresarse delante de sus pacientes.
Desciende por la calle adoquinada. Las suelas de sus zapatos en la piedra no se distinguen en nada a las pisadas de una mujer, salvo por el tiempo que separa un paso del otro. Va pensando en ello.
Todo es sombras la mayor parte del año en un pueblo al que el sol rara vez ilumina. La cal enverdecida de los cercos parece una extensión del pasto, en casas tan distantes las unas de las otras en la larga calle que atraviesa Coyhaique, donde rubios y altos colonos se asoman a las ventanas de cuando en cuando, aburridos del paisaje inhóspito, que agradece el tiempo libre entre cada ventana.
Ellos cambiaron los fierros por la madera y las máquinas por los caballos, y él evita distraerse al pasar frente a sus hogares. Pero no es por ellos, es por las criaturas que trajeron consigo desde su lejano país.
Quizás nadie lo ha notado o como él tengan miedo de confesarlo. Después de todo, no sería raro que los llevaran presos por hablar del Diablo y más tarde, habiendo encontrado una oportuna demostración de la alianza, los quemaran frente a todo el pueblo.
El seto verde que rodea su casa lo tranquiliza, tanto como el pasillo geométrico de blancos, rojos y negros lo altera. Pero es su equilibrio, y es perfecto.
Vive solo, en la más alejada de las vivencias, pero en la más verde de todas.
Su gato se apresura al sentir la puerta de entrada y sin darle tiempo se enrolla alrededor de sus piernas en busca de una caricia. Lo toma entre sus brazos y le habla, al tiempo que se dirige a la pequeña cocina para darle un poco de leche.
-Sírvete, yo estaré descansando en el sillón, fumando mi pipa –le señala el lugar frente a la ventana del fondo, el rincón donde revisa las anotaciones de sus pacientes. Pero antes se devuelve a la cocina para calentar el agua.
Se quita el abrigo, lo cuelga, y a continuación estira los brazos haciendo sonar todos los huesos del cuerpo, repitiendo el mismo ritual de todas las tardes. De regreso, con el mate y el agua, se detiene a encender la única luminaria de su residencia; una lamparita que apenas alumbra su metro cuadrado. Pero eso es todo lo que él necesita. Su vida es sencilla, sólo gasta en libros que encarga a los marineros de barcos mercantes, aunque hay quienes aseguran que esconde una fortuna en el sótano de su casa.
Abre la carpeta de Carolina y estira una hoja arrugada con la palma de la mano. Acerca la luz; frunce el ceño y se echa atrás asustado. Luego la arroja sobre la mesa, toma su libreta de anotaciones, escribe unas cuentas palabras y coge la lámpara.
Se dirige a su consulta, empujado por la curiosidad, y el gato va detrás de él.
Ya es de noche, hace frío y le parece que habrá tormenta. El pasillo adoquinado que une su casa con la improvisada clínica, es angosto y recto. Se quita una enorme llave del cuello y abre el candado. De inmediato comienzan las carreras y el murmullo que se desata detrás de las paredes, pero cuando ingresa el silencio vuelve, como si se apagara el ruido.
A diferencia de su casa, allí hay por lo menos cinco lámparas, que enciende una a una apresuradamente.
-Marco, ¿estás dormido? –pregunta aunque conoce la respuesta-. Si es así despierta, porque necesito hablarte.
La sala, anaranjada por la luz palpita al son de las lumbreras a destiempo, como si entrara por la boca de un dragón.
-¿Cómo estás, hijo? –saluda de pie, apoyado en la pared, frente a la celda donde Marco se encuentra encerrado.
-Bien, gracias. ¿Qué haces aquí tan tarde? –responde incorporándose.
-Vengo de casa de Carolina.
-¿Cómo van las sesiones? ¿Hay algún progreso?
-Me temo que no.
***
Carolina lleva media hora tendida en la cama. Ha estado pensando en la muerte, en lo cómodo que sería poner fin a todos sus sufrimientos cortándose las venas o ahorcándose en las vigas que observa obnubilada, aunque en el fondo sabe que no sería capaz, porque tiene miedo. Miedo de convertirse en un espectro.
Se levanta rápidamente, incorporándose en la cama. Puede sentir su presencia, sabe que están ahí, ocultos en la oscuridad, en los muchos lugares sombríos que hay en su cuarto.
Algo recorre la habitación de un lado a otro. Son pasos, pequeños pero rápidos, de los Duendes que con descaro inician la incursión. Sus sonrisas maquiavélicas le erizan los bellos de la nuca, mientras un nudo en la garganta le seca la voz, impidiéndole hablar.
Se mueve temerosa entre las sábanas, lamentándose por no haber abierto la puerta antes. Ellos se pasean bajo la cama, empujando las tablas hacia arriba, haciéndola sobresaltarse, y es el mismo miedo el que permite que afloren las primeras cansadas palabras.
-¿Qué quieren? –en respuesta hay un silencio-. ¿Por qué no me dejan tranquila? –su voz se oye suplicante y temerosa.
Enrabiada, se levanta de la cama para abrir la puerta, pero al bajar los pies de la cama una mano jala de ella hacia abajo con fuerza.
-¡Mamá! –grita despavorida- ¡Mamá, ayúdame! –grita y llora mientras se sujeta de las frazadas.
***
-¿Vas a traerla?
-Creo que es lo más apropiado.
-Yo también. ¿Le hablaste de mí?
-No.
-¿No? –está indignado- ¿Y qué esperas para hacerlo?, me decepcionas –se vuelve hacia la pared oscura.
-Antes de confesarle que estás aquí, es necesario confirmar si le sucede lo mismo que a ti. Mira –le extiende una hoja de papel arrugado. Marco lo observa con detenimiento y temor-. Ignoro si el dibujo es una provocación o es real –clava sus ojos en la sombra tras la reja.
-Es real… -ahora es Marco quien no le quita la vista de encima y retrocede.
-¿Qué te ocurre, hijo? ¿Estás bien?
-Hans, ¿cuándo fue la última vez que te miraste a un espejo?
-Mmm, no lo recuerdo ¿por qué? –se oye demasiado calmo.
Marcos estira la mano, sosteniendo en ella un pequeño espejo que utiliza para vigilar a través de los barrotes. Hans acerca la cara lentamente y levanta la mano en la que lleva la lámpara. Ahí está él y puede ver con total claridad a Marco.
***
La puerta se cierra con llave. Su madre y sus criados luchan por abrirla, romperla, lo que sea, sin embargo ni siquiera tiembla cuando la golpean. Parece de acero.
-¡Mamá! –no se cansa de gritar.
-¡Tranquila, hija, te sacaremos de ahí! –grita su madre desde afuera.
-¡Déjenme! ¿Qué quieren de mí?
***
-¿Por qué te alejas de mí, Marco?
-¿No te has dado cuenta?
-No, ¿de qué?
-Tienes un Duende montado en la espalda, hablándote al oído.
***
-¡Aparezcan, muéstrense! –grita, mientras es arrastrada hasta debajo de la cama.
-¿Quieres hablar? –responde una voz irónica.
Las manos la liberan y ella cae al piso. Respira agitada, confundida, y a través del cabello que le cubre la cara ve dos pies desnudos.
***
Hans retrocede hasta chocar contra la pared, estirando la mano para bajar al intruso.
-¡Suéltame, imbécil!, ¡maldito gusano! –pareciera luchar consigo en la oscuridad del pasillo, frente a la celda de Marco.
Hay agitación en la clínica, como una estampida de pasos corriendo dentro de las paredes. El piso vibra, la lámpara rueda por el piso hasta que se rompe derramando el combustible sobre el frío piso de piedra.
-Hans, dame las llaves –Marcos extiende la mano a través de los barrotes-, déjame ayudarte.
-¡No, no puedo! –el Duende lo tiene agarrado por el cuello y el lucha con todas sus fuerzas, pero él también es fuerte, aunque quizás se deba a que Hans solamente ve una sombra.
-Dame las llaves –insiste, mientras las paredes continúan vibrando, aunque cuando Marco habla el ruido disminuye levemente.
-No, Marco. Es por tu bien. Los dos sabemos qué podría ocurrir.
-¡Que me des las llaves! –grita y su rostro de desfigura. Parece otra persona.
***
-¿Quién eres? –pregunta sin voz, mientras se reincorpora.
-“Somos”, porque somos muchos.
-Lo sé –el Duende la observa con curiosidad.
-¿Quién crees que soy?
Carolina lo observa, desde los pies desnudos hasta el sombrero en punta. Parece humano, pero está claro que no lo es. Su contextura es delgada, de hombros demasiado anchos para un cuerpo tan angosto, brazos largos, casi hasta las rodillas y una cabeza también grande. Es como si la mitad superior fuera de un hombre y la inferior de un anciano pequeño. Su pálida piel parece iluminada.
-Eres un ¿Duende? –no está tan segura.
-Soy un Duende –su rostro se va apagando lentamente, mimetizándose en la oscuridad de la habitación.
-¡No te vayas!, necesito saber…
-¿Qué quieres saber? –su rostro vuelve a ser visible, aunque ahora sólo le ve la mitad del cuerpo, la otra parece oculta tras el velo de las realidades.
-¿Dónde está mi hermano? –el Duende la mira con más curiosidad que antes y aparece completamente.
-Ven, levántate.
-¿A dónde?
-¡Carolina! –grita su madre desde afuera.
-¿Vienes?
-Sí.
Le toma la mano, decidida a averiguar qué sucede en su familia y ambos desaparecen en el umbral.
-¡Dame la llave! –vuelve a gritar Marco.
-¿Marco? ¿Eres tú? –pregunta Carolina, totalmente sorprendida.
Hans y el Duende se levantan y retroceden. Marco comienza a agitar las rejas de su celda desesperado y el Duende que acompaña a Carolina levanta una mano, ordenando a los demás detenerse.
-¿Qué haces aquí?, ¿estás bien? –Marco no responde-. ¿Qué le hizo a mi hermano?
-Yo, sólo trato de ayudarlo.
-¡Abra la celda! ¡Ahora!
-No puedo hacer lo que me pides, chiquita.
-Caro, no puede dejarme salir –acerca las manos a la reja, sin embargo continúa sin mirarla a los ojos-, es por mi bien.
-¿De qué hablas? –comienza a acercarse.
-Detente –le ordena Hans, pero el Duende le exige silencio con un gesto mudo.
-Hermano, mírame, por favor explícame; cómo llegaste aquí, si mamá lo sabe.
Marco levanta la vista lentamente, al tiempo que extiende ambas manos hacia ella, que las recibe con ansias de estrecharlo. Se rozan, ella avanza un pequeño paso a la vez hasta quedar frente a frente.
-Tus ojos.
-¿Qué tienen mis ojos?
-Brillan, como la piel del Duende.
Le aprieta las manos y la acerca a él. La reja permite el contacto, aún así los separa. Él, dominado por la fuerza que ha controlado su vida durante el último tiempo, se deja ver, iluminando su piel, sólo su piel. A su alrededor no hay nada, salvo oscuridad.
-¿En qué te has convertido? –tiene mucha pena.
-Le entregó su alma a un Duende joven, demasiado apasionado y ¡niño! –el duende lo golpea en la pierna para que baje la voz.
-Suéltame, por favor –una lágrima que baja por su mejilla, brilla expuesta al resplandor de sus enormes ojos violeta.
-¡Marco! –lo llama Hans, con voz cantarina-, suelta a tu hermana. ¿Estás ahí?
-Claro que estoy aquí –le recrimina el tono infantil-. Siempre estoy aquí, soy parte de mi mismo, ¿no te acuerdas?
La aparta de un empujón y vuelve a la oscuridad de su cuerpo, lejos de los barrotes.
-Por favor, llévensela.
-¡Necesito que me expliquen! –se desploma desconsolada.
-Ven, ven. Vamos a mi casa, yo te explicaré todo –le ayuda a levantarse, pero se detiene-. ¿Qué? ¿Qué no podemos hablar aquí?
-¿Qué sucede?
-¿No lo escuchaste?
-¿A quién?
-Mi amigo, el Duende allá, dice que debes regresar a casa con él. Tu madre en cualquier momento abrirá la puerta y no tendrás cómo justificar tu ausencia. Anda, ve. Mañana te pondré al tanto.
Carolina se deja guiar por el Duende, y aunque tiene mucha pena por su hermano también se siente aliviada. Él está vivo y ella pronto lo sabrá todo.
***
Faltan pocos minutos para las tres de la tarde y Carolina está en la sala, vestida y animada, esperando que llegue el doctor. El nerviosismo la obliga a mirar el reloj una y otra vez. Él es puntual, pero jamás llega antes de tiempo. Suspira y luego se levanta. Recorre la sala con calmosa paciencia, observado los cuadros en las paredes, las reliquias de la familia y las viejas fotografías de su padre y los abuelos. Ellos ya no están en este mundo. Desde entonces todo parece haber cambiado o tal vez su impresión se debe, en parte, a que ella creció.
-Señorita –anuncia una joven empleada-, el doctor está aquí.
-Hazlo pasar, por favor.
Se queda de pie al lado de la chimenea, observando en dirección a la puerta.
-Buenas tardes, Carolina.
-Buenas tardes, doctor. Por favor, tome asiento.
-Gracias –suspira-. ¿Cómo dormiste anoche?
-Dormí poco, pero bien, gracias.
-Eso es una buena noticia –comenta esbozando una sonrisa.
-¿Cómo está Marco?
-Él está bien. Es un muchacho fuerte. Hoy en la mañana, cuando le llevé el desayuno me preguntó por ti, si volverías a visitarlo –la mira fijamente, entrelazando los dedos.
-Por supuesto. Esperaba que me lo propusiera.
-Excelente –comenta, echándose hacia atrás en el sillón, cruzando las piernas.
-Yo haría cualquier cosa por él.
-¡No digas eso! –la regaña en silencio-, los Duendes podrían tomarte la palabra.
-Lo siento, no lo sabía.
-En lo sucesivo ten mucho cuidado con lo que dices, especialmente con las promesas.
-Lo tendré. Doctor, quisiera que me hablara de lo ocurrido anoche.
-Bueno, para eso estoy aquí. Pero me temo que la historia comienza mucho antes, aproximadamente hace un año.
“Cuando los colonos arribaron a Coyhaique, tu hermano se puso muy contento; al fin había caras nuevas en los alrededores, y animosamente fue a ofrecerles su ayuda, para que se instalaran en el pueblo. Eso lo mantuvo ocupado por varias semanas, ya que para nuestra sorpresa no fueron pocos los extranjeros destinados a esta región. Creo que pocas veces había visto a Marco tan feliz. Según me contó tu madre, no paraba en la casa y los colonos lo adoraban, sobre todo Doris. ¿La recuerdas?”.
-Sí, por supuesto. En casa todos lo molestábamos con ella –recordó con una sonrisa.
-El problema es que ella ya tenía un pretendiente.
-Eso no lo sabía.
-Deja que me explique. Los colonos, aunque ellos no lo saben, no llegaron solos. Ignoro la forma o cómo se escondieron. Bueno, me imagino que para ellos eso no supone un gran inconveniente.
-¿Habla de los Duendes?
-Correcto. Algunas familias; las más extrañas, si me permites la observación, traían, además del equipaje, un infiltrado o más de uno.
-¿Usted cuándo lo supo?
-Me lo contó Marco. Oh, discúlpame, creo que me aparté un poco de la historia. Como te decía, cuando ellos se conocieron Doris ya tenía un pretendiente, un pretendiente no humano. Este Duende se molestó mucho con tu hermano, pero más con Doris, puesto que ella también se enamoró de Marco.
-¿Cómo es posible que un Duende se enamore de una persona?
-Sé muy poco de ellos, pero en lo que he podido estudiar he descubierto que son seres enamoradizos, con un extraño sentido del humor y una fuerte debilidad por las mujeres hermosas, especialmente cuando son niñas. De ahí nacieron muchas leyendas, que de seguro habrás oído.
-La verdad es que no sabía nada de lo que me cuenta.
-En otra oportunidad te contaré alguna de ellas. Ahora volvamos al tema que nos convoca. Este pequeño ser atormentó a tu hermano por varias semanas, hasta que se coló en tu casa. Tu madre acudió a mí desesperada, porque creía que su hijo se estaba volviendo loco.
-Eso lo recuerdo.
-Estuve viniendo día tras día, durante un mes, sin embargo, todo se complicó cuando el Duende encontró la forma de poseer a Marco. Si no me equivoco, pensó que esa sería la única manera que Doris correspondiera a su amor.
-¿Mi madre lo sabe todo?
-Así es. Ella me pidió que lo cuidara en mi clínica, y de eso han pasado más de once meses.
Las imágenes y los recuerdos giran por su mente como un vendaval.
-¿Puede explicarme qué sucedió anoche? O, primero dígame ¿qué quieren conmigo?, ¿por qué siguen en la casa si Marco ya no está aquí?
-Al principio creí que alguno de ellos se habría enamorado de ti, pero me equivoqué. Los Duendes que habitan aún en tu casa; aún, porque muy pronto se irán, vinieron buscando tu ayuda. Ellos piensan que tú eres la única persona que puede ayudarlo.
-¿Cómo?
-Los sentimientos que tiene por ti podrían imponerse a los que siente por Doris, entonces al Duende ya no le servirá.
Le emociona escuchar que Marco la quiere, tanto como ella a él.
-¿Por qué lo hacen?, ¿por qué nos ayudan?
-Me temo que porque creen que su amigo corre peligro de muerte.
-Eso significa que…
-Que Marco también podría morir.
-Doctor, por favor, no puede permitirlo –las lágrimas desfilan por sus pálidas mejillas, como un caudal continuo.
-Haremos todo lo que esté a nuestro alcance. No temas. Como te dije, él hoy está mejor que nunca, lo que me da a entender que el Duende no lo está pasando bien.
-Cuando todo esto termine, si Marco vuelve a ver a Doris ¿correrá el mismo peligro?
-Me temo que si.
-Quiero verlo, cuanto antes.
-Primero hablaré con tu señora madre –comenta levantándose del sillón- y luego iremos a mi casa.
Hans se quedó de pie en la sala y Carolina fue en busca de su madre. Los dos adultos sostuvieron una larga conversación, que ella pudo presenciar en silencio, y luego ambos se encaminaron por la larga callecita adoquinada a cumplir la misión que ambos debían enfrentar.